El amigo
esperaba a las dos parejas. Iban por fin los amantes a reunirse en su carne, y
justo es confesar que el amigo había preparado las cosas con tacto exquisito. Pero
exigió, a cambio de la dicha inmensa que les proporcionaba, que todo fuese
consumado en la más absoluta tiniebla y en el silencio más estricto. Así,
llegados a su presencia los amantes, les hizo saber que la última cámara
iluminada que contemplarían en el transcurso de su memorable noche carnal era
esta que ahora los alumbraba a todos. Entonces, tras las consiguientes
protestas de cortesía y las frases de estilo, se pusieron en marcha por una
pequeña galería que desembocaba frente a lo que el amigo decía que eran las
inmensas puertas de dos cámaras nupciales.
Ya el trayecto por dicha galería había
sido consumado en la más definitiva oscuridad. El amigo, que no tenía necesidad
del poder de la luz, les hizo saber que estaban a la entrada del paraíso
humano, y que a una señal suya las puertas se abrirían para dejar paso a los
eternos amantes hasta ahora separados por las inevitables asechanzas del
destino.
De pronto, un movimiento de terror
hubo de producirse: parece que un golpe de viento levantó rudamente la túnica
de las damas, las cuales, aterrorizadas, se apartaron de sus amantes y fueron a
estrecharse enloquecidas contra el pecho del amigo, que estaba en el centro de
aquel extraño grupo. El amigo, sonriendo levemente, y sin romper la consigna
dada, las tomó por las muñecas y, obligándolas a un breve giro las cambió, de
tal suerte que cada una de ellas fue a quedar en brazos del amante que no le
correspondía. Estos, como caballos bien amaestrados, aguardaban, silenciosos y
tensos. Pronto el orden quedó restablecido y a una señal del amigo se abrieron
las puertas y entraron por ellas los amantes trocados.
Allí, en la cámara carnal, se
prodigaron las caricias más refinadas e inauditas. Guardando una gratitud y un
respeto amoroso al juramento empeñado, no pronunciaron ni siquiera el comienzo
de una letra, pero se cumplieron en el amor hasta agotar, como se dice, «la copa
del placer». Entre tanto, el amigo, en su cámara iluminada, se retorcía de
angustia. Pronto saldrían de las otras cámaras los amantes y comprobarían el
horrible cambio y su amor quedaría anulado por el hecho insólito que es haberlo
realizado con objetos que les eran absolutamente indiferentes.
El amigo se dio a pensar en varios
proyectos de restitución: de inmediato desechó el que consistiría en llevar a
las damas a una cámara común para de allí restituirlas, ya trocadas rectamente,
a sus respectivos amantes. Solución parcial: por ejemplo, cualquiera de las
damas podía caer en sospecha de que algo anormal ocurría en virtud de ese paseo
de una cámara oscura a una cámara iluminada. De pronto, sonrió el amigo. Dio una
palmada y llegaron al instante dos servidores. Deslizó algunas palabras en sus
oídos y estos desaparecieron volviendo poco después armados de un diminuto punzón
de oro y unas enormes tijeras de plata. El amigo examinó los instrumentos y
acto seguido indicó a los servidores las puertas nupciales. Entraron estos y,
tanteando en las tinieblas, se apoderaron de las mujeres y rápidamente les
cercenaron la lengua y les sacaron los ojos, haciendo cosa igual con los
hombres. Una vez desposeídos de sus lenguas y de sus ojos fueron conducidos a
presencia del amigo, quien los espera en su cámara iluminada.
Allí les hizo saber que, deseando
prolongar para ellos aquella memorable noche carnal, había ordenado que dos de
sus criados, armados de punzones y tijeras, les vaciaran los ojos y les
cercenaran la lengua. Al oír tal declaración, los amantes recobraron
inmediatamente su expresión de inenarrable felicidad y por gestos dieron a
entender al amigo la profunda gratitud que los embargaba.
Así vivieron largos años en una
dicha ininterrumpida. Por fin les llegó la hora de la muerte, y, como perfectos
amates que eran, les tocó la misma mortal dolencia y el mismo minuto para
morir. Visto lo cual, el amigo sonrió levemente y decidió sepultarlos,
restituyendo a cada amante su amada, y, por consiguiente, a cada amada su
amante. Así lo hizo, pero como ellos ya nada podían saber, continuaron
dichosamente su memorable noche carnal.
[Virgilio
Piñera, 1944. Del libro Cuentos fríos.
En Piñera,
Virgilio, Cuentos completos. Madrid:
Alfaguara, 1999.].