Llegaron otras cartas, anuales o bianuales, que contaban de una vida lo que quería decir su protagonista, y que él sin duda creía haber vivido: había sido empleado forestal, «cortador de madera», por último, dueño de una plantación; era rico. Nunca me detuve a soñar con esas cartas, de timbres y mastasellos raros —Kokombo, Malamasso, Grand-Lahou—, que han desaparecido; creo leer lo que jamás leí: hablaba en ellas de acontecimientos ínfimos y de felicidades enanas, de la estación de las lluvias y de las amenazas de guerra, de una flor metropolitana que había logrado injertar; de la pereza de los negros, del brillo de los pájaros, de lo caro que era el pan; se mostraba bajo y noble; daba la seguridad de sus sentimientos más cordiales.
También pienso en aquello de lo que no hablaba: algún secreto insignificante nunca revelado —no por pudor, sin duda, sino, lo que es equivalente, porque el material lingüístico del que disponía era demasiado reducido para exponer lo esencial, y su orgullo demasiado inflexible para permitir que lo esencial se encarnara en palabras humildemente aproximadas—, algún exceso del espíritu en torno a un boato irrisorio, un deleite vergonzoso por todo aquello que le faltaba. Lo sabemos, pues esa es la ley: no consiguió lo que quería; era demasiado tarde para admitirlo: ¿de qué sirve apelar, cuando se sabe que la condena será perpetua, que ya no habrá aplazamiento ni segunda oportunidad?
Michon, Pierre, Vidas minúsculas, Anagrama, Barcelona, 2002.
Traducción de Flora Botton-Burlá.