viernes, 23 de diciembre de 2011

La verdad de las mentiras

“Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”, escribió Valle Inclán. Se refería sin duda a cómo son las cosas en la literatura, irrealiad a la que el poder de persuasión del buen escritor, y la credulidad del buen lector confieren una precaria realidad. 
Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo inextricale para el propio autor, quien aunque pretenda lo contrario, sabe que la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa. 
Por eso la literatura es el reino por excelencia de la ambigüedad. Sus verdades son siempre subjetivas, verdades a medias, relativas, verdades literarias que con frecuencia constituyen inexactitudes flagrantes o mentiras históricas. Aunque la cinematográfica batalla de Waterloo que aparece en Los miserables nos exalta, sabemos que esa fue una continda que libró y ganó Victor Hugo, y no la que perdió Napoleón. O, para citar un clásico valenciano medieval, la conquista de Inglaterra por los árabes que describe el Tirant le Blanc es totalmente convincente y nadie se atrevería a negarle verosimilitud con el mezquino argumento de que en la historia real jamás un ejército árabe atravesó el Canal de la Mancha.

Mario Vargas Llosa

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Memorable

La foto es de allí. La luz es de aquí.
Ahora, después de exámenes y con la ilusión de pensar que es posible acabar la licenciatura pronto, me ha dado por leer. Cuando duermo en casa, sola (ejem), leo. Cansada y con sueño, leo. 
Pues resulta que leyendo en el blog de Jabois una entrada sobre Sampedro, he descubierto que existe un "estilo" de utilizar las exclamaciones entre paréntesis. La intertextualidad en internet llega a la exageración asombrosa. De Jabois llegué al blog de José Antonio Montano y este se "autolinkeaba" (¡alucinante!) con una entrada en la que hablaba justo de esto: las exclamaciones entre paréntesis que él había leído y visto por primera vez en Bernhard... Maravilloso.
Maravilloso porque resulta que leyendo el manuscrito de la novela de una amiga, la transgresión a la norma y los nuevos estilos me han abofeteado. Es también el libro de Paul Viejo, Los ensimismados. Es el libro de Miguel Ángel Zapata, Esquina inferior del cuadro. Son todos juegos de estilo brillantes y apasionantes, que no se han inventado ellos. Que ya se ha hecho, que ya se hacía, que nos sorprende pero que no es nuevo. Que el propio Montano recuerda, por ejemplo, que Gil de Biedma usaba las exclamaciones a la inglesa: solo al final.
Pero que ya lo hacemos nosotros. Son transgresiones ya tildar el solo o el guion. Y nos sorprende, en este caso, cuando se hace y cuando no.
Pues resulta también que ahora cuando me pregunten si sé algo de Benhard diré que es el de las exclamaciones entre paréntesis (y que me reí mucho con el fragmento de la Carcoma que colgó Montano). Eso que nos sorprende es memorable, diría.
Recuerdo cuentos completos que podría recontar incluso. Podría recontar "La continuidad de los parques" o "El aleph". Podría recontar "Los crímenes de la casa Morgue". Podría recontar "Tres rosas amarillas" o "La metamorfosis". Hay otros casos en que relees algún cuento y de pronto, en el segundo párrafo (a veces antes) te das cuenta que podrías recontarlo, como me pasó hace unos días con "La muerte tiene permiso". 
He hablado últimamente mucho sobre la intención al escribir un cuento. Ortega (no el de Gasset, sino el de Calle Aristóteles, Jesús) mantenía en una de estas conversaciones que aspiraba a que sus cuentos en algún lector fuesen memorables. Memorables. Retomo El clavo en la pared con la intención de ver antigüedades, lo retomo como quien busca reírse de una foto de EGB de un amigo, como reírse de aquella época (hace cuatro años que publicó aquel libro) en la que no sabía lo que le ha dado tiempo a aprender en el tiempo que ha pasado desde entonces. Pues lo retomo y encuentro precisamente este concepto "memorable". 
Leo el primer cuento, "El zurdo". Se ha hablado de ese cuento en las presentaciones del segundo libro. Para Jorge Rubio, por ejemplo, ese cuento es memorable. Lo leo y como si no lo hubiese leído nunca. Pienso en la estructura trabajada de ese cuento, en el "andamio que no se ve". Pero no es eso lo que me interesa del cuento, pienso, y me obligo a releerlo, para fijarme, pero el cuento no me deja. Pienso en que es posible que ni llegase a leerlo. Sería raro pero es posible. Y llego al final y encuentro lo que buscaba y me río. Y leo el segundo cuento, "Bésame", y en el segundo párrafo pienso "de qué me suena a mí..." y sí, lo leo hasta el final, y me fijo en más cosas que la primera vez que lo leí (en el estilo, por ejemplo, que comparte tantas cosas con los cuentos nuevos, y me río, con una risa distinta de la que me produjo el final del primer cuento), consciente de que no era la primera vez. Porque ese cuento sí, se había quedado ahí, como levitando, como latente, agazapado... durante años.
Me pregunto cuánto de persistente tendrá el tema de las exclamaciones entre paréntesis de Benhard en mi memoria. Me pregunto que si encuentro de nuevo dentro de unos años a Benhard o incluso unos paréntesis con exclamaciones me acordaré de todo esto, si me acordaré del fragmento de la Carcoma.
Porque lo memorable se queda con más o menos nitidez en los pliegues de la memoria. Lo memorable no es curioso, no es un tema de moda. Lo memorable es al leerlo una lucecita en la que no se repara, una sonrisa de sorpresa interna, un segundo de silencio y reflexión inconsciente, porque no es el fogonazo de unas exclamaciones entre paréntesis. Es una luz que se queda ahí. Encendida siempre.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Laudatio: Calle Aristóteles, Jesús Ortega

Imagen de: Imagina Fotolog


Jesús Ortega es un tipo observador. Jesús Ortega sabe quien es el otro con solo mirarlo. Jesús Ortega entiende el sentido de una mirada, de una sonrisa, de un gesto. Jesús Ortega es tan serio que disfruta del sentido del humor constantemente.
Jesús Ortega está siempre al tanto de las últimas tendencias narrativas y literarias. Jesús Ortega conoce la tradición literaria como si llevase leyendo siglos. Jesús Ortega podría ser poeta. Jesús Ortega podría ser ensayista y crítico. Jesús Ortega a veces es poeta (aunque no escriba poesía), es ensayista y es crítico. Jesús Ortega siempre es cuentista, siempre es narrador. Jesús Ortega sabe qué es el cuento.
Jesús Ortega es intenso, emotivo, cruel, piadoso. Jesús Ortega escribe mientras vive. Jesús Ortega hace que su ficción se cuele entre las rendijas de la vida. Jesús Ortega cuelga la vida en toda narración.

Calle Aristóteles es más y menos que Jesús Ortega. Es literatura fuera del autor, es literatura inexorablemente unida a su autor. Es un estilo cuidado, que se queda debajo, que levanta dramas, tragedias, sentimientos; un estilo preciso y discreto, justo, exacto, admirable. Calle Aristóteles reivindica la narrativa real. La narrada. La historia, el cuento, la vida, lo imposible, lo alcanzable. Calle Aristóteles es duro, cortante, mordaz. Es indulgente, amable, benévolo.

Calle Aristóteles transporta a Jesús Ortega de nuevo a la vida literaria para dejarlo ahí.

Y como muestra una piedra de la Calle:

De todas formas, es imposible que mi padre deje de parecer un mendigo allá donde vaya, en las tiendas, en el médico, en la parada del autobús. Habría que cambiarlo por entero y convertirlo en otra persona, no servirían afeites parciales ni soluciones de emergencia. Solo había que mirar el aspecto del salchichón y los plátanos que había echado como comida en la bolsa de mano. Volví a sentirme culpable de no haber dedicado al viaje de mi padre más de una hora y media.
Una hora y media”

Tenía todo el día para pensar en la desdichada historia de su familia, pero era en el autobús, en esos minutos iniciales de la mañana, rodeada de gente que iba a trabajar, cuando los recuerdos la acorralaban y la angustia se hacía insoportable. Había cambiado el tiempo de pronto y ya era otoño. Vio paraguas desplegarse en las calles.
Último samurái envolvente”

[Nota 1 sobre Calle Aristóteles, de Jesús Ortega (Cuadernos del Vigía, 2011)]