domingo, 4 de julio de 2010

De aprender a dejar Roma.


Aún recuerdas cuando por primera vez intentaste comunicarte en un idioma ajeno. Y una vez que consigues casi dominarlo, lo recuerdas cada vez que tienes una duda idiomática.
Recuerdas como empezaste a vivir entre desconocidos. Cómo hiciste de ellos familia. Cómo la vida te brindaba la oportunidad de elegir a la gente que te rodeaba. Modulabas paso a paso tu alrededor y creabas una vida que te acompañaría casi un año.
Ahora, miras atrás y sonríes. Has amado con intensidad gracias a todas las lágrimas que has sido incapaz de controlar. Echarás de menos a los que se han clavado dentro como amigos y a los que les has cogido cariño. Agradeces al amor que se haya portado mal, que no te haya dado tregua, que haya hecho lo posible por herirte, que casi haya destrozado tu confianza y tu seguridad, porque cuando te vayas el recuerdo será el mismo que ahora: un recuerdo de felicidad lejano que se ha desvanecido y nada ha tenido que ver con la distancia (espacial).
Pensarás cada noche al acostarte que será una noche menos. Y pasarás cada día pensando que es un día más por aprovechar. Sentirás la angustia de la impotencia. Los días que quedan son menos. Tratarás en cada situación de fijar en el recuerdo esa imagen que te gusta, despacio, para que no se escape, para poder recordarla cuando no tengas nada delante.

Pero a pesar de todo, la adrenalina sale y cada plan que organizas se vuelve trascendental y lo disfrutas. Es el momento de no vacilar y tomar cada oportunidad como decisiva y como parte importante de una vida que no acaba sino que comienza de nuevo cargando a la espalda las sensaciones de una experiencia única.