Salão (Plaza Romanilla, trece)
La Bella Durmiente, en cambio, nunca quiere ser Rosaura, aun apreciando su brío y su desenfado sexual. Se pide siempre el papel de Segismundo. “Belli, tía, pero si es un segregado abocado al crimen”. Pero ella se va al centro del salón, fija los ojos en el horizonte y comienza su parlamento. Le han dicho que cada vez le salen los ay y los mísero de mí más logrados, como si le vinieran de más hondo de la garganta. “Belli, tienes que pedirle a tu padre que traiga a Pedro al palacio”, le dicen entre suspiros. “Tan guerrero y tan temeroso de dios, tan poeta y al mismo tiempo tan hombre…”
La Bella Durmiente se despide flojito, como si el corazón le pesara, y vuelve a su cama de cristal en al última almena. Se cepilla el pelo, que tiende concienzudamente en la almohada, y se colorea los labios, que deja entreabiertos y un poco salientes. Piensa que después de tantos años esperándolo, cuando el príncipe llegue no se limitará a un besito, pues empiezan a dolerle las rodillas de tenerlas siempre juntitas; así que últimamente también se afloja el corpiño y deja una pantorrilla descubierta. Entonces piensa en Segismundo, en que ella es cada vez menos hermosa, en que toda la vida es sueño y los sueños sueños son, y así, poco a poco, se queda dormida.
[GARCÍA MORALES, C., La merienda de las niñas, Cuadernos del Vigía, Granada, 2008].